EL BAILE (1959) – Edgar Neville – La alegría del triángulo perfecto (o el anti-Saura)


Hemos elegido esta película después de ver Peppermint Frapé y Stress-es Tres-tres, ambas de Carlos Saura. Las dos van de “triángulos amorosos”. Ambas destilan tristeza, angustia, voyerismo y desolación psicológica. Es el cine de Saura. El Baile, así mismo, aborda la temática del “triángulo amoroso”, con una indecible ternura, una simpatía que desborda los 35 mm y una alegría de vivir que jamás conoció Saura (el cual, tenía, por lo demás, con Neville, una común simpatía hacia el flamenco). Y es que, el cine de Neville y los valores que transportaba eran así.


 

FICHA

TITULO: El Baile

AÑO: 1959

DURACIÓN: 91 minutos

DIRECTOR: Edgar Neville

GÉNERO: Comedia

ARGUMENTO: Dos amigos de la infancia, ambos entomólogos, están enamorados de la misma mujer. Solo uno de ellos, obviamente, ha podido casarse con ella, sin embargo, el otro no ha renunciado a su amor y la acompaña, frecuentemente, asumiendo los gestos y actitudes que, en principio, deberían de ser solamente propios del marido.

ACTORES: Conchita Montes, Alberto Closas, Rafael Alonso, Mari Ángeles Acevedo,

 

CLIPS 


CLIP 1 – DOS VÉRTICES DE UN TRIÁNGULO PERFECTO


CLIP 2 – Y EL TERCER VÉRTICE, EL MARIDO


CLIP 3 – ¿IR AL BAILE?


CLIP 4 – 25 AÑOS DESPUES, CUANDO TODO SE MARCHITA

 

CLIP 5 – “ESTOY POR NO DARTE EL REGALO QUE TE TRAIGO…”


CLIP 6 – “ADELITA ES IGUAL A SU ABUELA…”


CLIP 7 - ¿IR AL BAILE? SÍ, POR SUPUESTO, LOS TRES…


Carteles y programas

 

 

 

Carteles y libreto de la obra de teatro escrita por Nevilla

 
Cubierta del DVD remasterizado y cartel original de la película


Cómo localizar la película

En FlixOlé: El Baile

A través de eMule: El baile


Lo menos que puede decirse sobre EL BAILE

Inicialmente, El Baile, fue una obra de teatro escrita por Neville en 1952, para ser representada sobre las tablas (y así fue, alcanzando varios cientos de representaciones antes de que se decidiera llevarla al cine, sin prácticamente, tocar un ápice el texto). Fue la única película que Neville rodó en color (si exceptuamos el documental Duende y misterio del flamenco [1952]). En su filmografía, ocupa un lugar postrero: en efecto, después de este documental, rodó La ironía del dinero (1955), a la que seguiría esta película en 1959, para rodar luego su última película, Mi calle (1960). No hubo más.

Ya tenemos ubicada la película en el tiempo y en la filmografía de Neville. En cuanto a su temática, Neville, en esa época, era un hombre cansado, seguía siendo amante de la buena mesa, de la gula y de los placeres de la buena mesa. Eso le había pasado factura y su salud empezaba a resentirse. Había engordado. Seguía profesando un amor inconmensurable hacia Conchita Montes que se prolongaba durante un cuarto de siglo, pero se había vuelto menos creativo. Vivía de las ideas y de los apuntes tomados antes de su decadencia físico-gastronómica. De hecho, La ironía del dinero, ya era un antológico de historias muy sencillas y breves, en co-producción con Francia, que impuso temáticas. Y, en cuanto a Mi Calle, también es producto de un libreto anterior que se limitó a adaptar al lenguaje cinematográfico.

El cansancio de Neville explica el por qué respetó la estructura teatral originaria y, salvo una escena inicial, el resto transcurre en una sola sala de estar de la una vivienda lujosa. Cabría pensar que, el resultado final se resentiría mucho de falta de dinamismo y, sin embargo, no es así: mientras está viendo la película, en ningún momento el espectador tiene esa sensación claustrofóbica que aparece, por ejemplo, en La Madriguera de Saura. ¿A qué se debe la ausencia de esa necesidad de espacios abiertos o, en cualquier caso, cambiantes, que suele requerir el cine? A la calidad de los diálogos: si estamos pendientes de lo que hablan los actores, porque sabemos que cada frase puede ser una gag cómico o una ironía, no necesitaremos ni efectos especiales, ni grandes encuadres, ni siquiera de espacios abiertos. El guion, siempre el guion, es lo primero. Neville lo sabía y por eso acometió la transformación de su guion teatral en libreto cinematográfico. Y acertó.

La historia nos presenta un triángulo amoroso formado por “Pedro”, “Julián” y “Adela”. Los dos primeros (Alberto Closas y Rafael Alonso), son amigos desde la infancia. Son entomólogos reconocidos, rivales como coleccionistas de insectos, casi dos niños con mentalidad científica. Ambos han estado enamorados siempre de la misma mujer (Conchita Montes). Es una mujer frívola, alegre, exuberante, encantada de ser admirada y de recibir piropos. “Pedro” se casó con ella, pero “Julián” nunca renunció a su amor por ella, algo que, lejos de molestar a su amigo, lo consideraba como una muestra de fidelidad hacia ambos. De hecho, “Pedro” parecía ejercer las funciones de marido en algunas ocasiones. Acompañaba a “Adela” en el coche de caballos, molestándole que fuera mirada con admiración o que ella deparase sonrisas a otros, mientras que “Julián” parecía mucho más despreocupado. Para él no existía el demonio de los celos. Estamos, pues, ante un “triángulo perfecto”, hasta el punto de que “Pedro” se traslada al domicilio matrimonial, se instala allí y ambos amigos fusionan sus colecciones de insectos.

Pero el tiempo no pasa en vano y, “Adela” desaparece pronto, cae enferma y muere rodeada por los dos amores de su vida, cuando va camino de los 50. El matrimonio ha tenido una hija y ésta, a su vez, tras ejercer como diplomática y casarse, ha tenido también una hija que resulta ser el vivo retrato de su abuela. Esta similitud física y de carácter hace que, cuando aparezca por la casa, “Pedro” y “Julián” (que han decidido seguir viviendo juntos para poder recordar mejor a su amada), rejuvenezcan y algo se mueva en su interior. Son ya un par de abuelos de entre 70 y 80 años, pero siguen teniendo sus mismos tics de cuando eran jóvenes y deciden acompañar juntos a la nieta a un baile.

Se trata de una película ingenua, realizada en clave de humor, pero con altas cotas de sentimiento y emotividad. La idea del “triángulo” parecía interesar a Neville que, en La vida en un hilo, ya la había planteado con el subterfugio de la relación que una mujer tuvo en realidad y cómo fue su vida, y la relación que no pudo tener y que era, precisamente, la que ansiaba. La película, con un Neville todavía joven, era extremadamente optimista: al final, el destino reaparece y la mujer (siempre Conchita Montes) logra encarrilar su destino en la senda más grata para ella. Era una idea, cuanto menos, original de plantear esta temática, sin infringir códigos morales. Neville se devana los sesos para volver a plantear esta misma temática desde otro ángulo en El Baile. Y lo consigue: también aquí, el comportamiento ético y moral de los tres vértices del triángulo resulta irreprochable. Alguien podría pensar que Neville se ha visto “forzado” a esos planteamientos a causa de la censura y que eso hace inauténtica la película. En realidad, es todo lo contrario. Neville siempre demostró el más vivo desinterés por la censura, y su infinito respeto por la moral. Esto le obligó a elaborar argumentos desde perspectivas que no llevaran a situaciones indecorosas o moralmente condenables.

El caso contrario, lo tenemos en Saura. Saura es un hombre que, por algún motivo, a partir de la segunda mitad de los 60, parece interesado en la temática del “triángulo” y de las relaciones imperfectas de pareja. Sus dos películas, Stress-es tres-tres y Peppermint Frapé (1967), ambas persiguen esta temática. Son casi la misma película, con la misma musa, Geraldine Chaplin, y sobre las que planea permanentemente lo que hemos llamado “el demonio de los celos”. Ambas películas terminan resultando agobiantes, siempre el personaje femenino no es frívolo, es, simplemente, inmaduro, infantil, irreal, el fondo de ambas es triste, abatido, los personajes, no tienen ni un simple comentario humorístico o irónico en las horas de proyección. Todo lo que les rodea es sórdido acompañado por lo que hoy se llamaría una “parafilia”, el voyerismo. Todo es infelicidad, negativa al disfrute de la vida. Incluso, en el cine de Saura de esa época, aunque se ampute al triángulo de alguna pieza, como ocurre en La madriguera, los protagonistas no dejan de ser infelices. El “tercer vértice” aquí es el chalet en el que se desarrolla la trama (la Casa Carvajal), que parece tener vida propia.

El cine de Saura evolucionó, seguramente como efecto de la influencia de la Nouvelle Vague -que parecía en aquella década objeto de obligado culto para la burguesía progre, hacia un freudismo superficial, un lamento constante por cualquier aspecto de la vida y la búsqueda de un culpable para tanta amargura interior. El cine de Neville, era justo lo contrario. Miraba hacia fuera y conocía perfectamente, lo que se cocía en las nuevas tendencias cinematográficas. Las conocía, pero no le condicionaban. Tenía tres valores: había aprendido que ser “español”, aunque hoy no sea una de las cosas más “serias” que se pueden ser, era, al menos, un valor añadido a la personalidad; le interesaban las raíces del casticismo y del flamenco (cómo por lo demás a Saura, que lo manifestó, en cuanto se liberó de las tiranías freudianas); tenía una ética y una moral: era consciente de lo que era “bueno” y de la divisoria con lo “negativo”, se sentía obligado a difundir lo primero y dar la espalda a lo segundo y no, precisamente, por imposición de la censura, sino por sus convicciones propias; y, finalmente, tenía “furor por vivir”, por disfrutar de la vida, por profundizar en el amor, por los placeres que se pueden conocer a este lado de la vida.

Dos ecuaciones personales diferentes, para dos cines antagónicos, incluso en sus temáticas comunes.

 

Otros enlaces:

Edgar Neville y la comedia de la velocidad – Juan A. Ríos Carratalá

Una arrolladora simpatía: Edgar Neville – De Hollywood al Madrid de la postguerra - Juan A. Ríos Carratalá

El “baile” de Edgar Neville: un tiempo dormido – Víctor García Ruiz

 








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