LOS GOLFOS (1960) – Carlos Saura – El mejor “cine quinqui” o la historia de los “quinquis solidarios”
En la transición se popularizó un nuevo género cinematográfico: el
“cine quinqui”, que tendía a mitificar la delincuencia, hacérnosla “comprensible”
e, incluso, simpática. En realidad, iba sobre toxicómanos y como habían llegado
a serlo. Cosas de la transición. Sin embargo, el cine quinqui tuvo un
precedente que suele olvidarse: Carlos Saura, con su película Los golfos.
Estamos en el mundo de la delincuencia, pero no para alimentar la vena, sino
para ayudar a un amigo. Aquí también cabría decir -con permiso del Jarabo- que
los delincuentes durante el franquismo fueron “mejores” que lo que vino
después.
FICHA
TITULO: Los Golfos
AÑO: 1960
DURACIÓN: 88 minutos
DIRECTOR: Carlos Saura
GÉNERO: Cine quinqui
ARGUMENTO: Un grupo de jóvenes
procedentes de una barriada madrileña apoyan a uno de ellos que aspira a ser
torero. Contactan con un empresario taurino que, para poder lanzarlo, pide una
cantidad de dinero. Los amigos del aspirante a torero aceptan cometer algunos
atracos y robos para hacer posible el sueño de su amigo. Éste, sin embargo,
fracasa a la hora de matar al toro…
ACTORES: Manuel Zarzo, Óscar Cruz,
Juanjo Losada, Rafael Vargas, María Mayer, Luis Marín
CLIPS
CLIP 1 – LOS CHICOS DEL BARRIO. ASPIRANTES A TORERO COMO FORMA DE SALIR DE LA POBREZA
CLIP 2 – ESE MADRID DESOLADO, ASPERO Y SIN ESCERANZA, ANTÍTESIS DEL BARRIO DE SALAMANCA. EL MERCADO DE LEGAZPI.
CLIP 3 – EL ESTADIO BERNABEU EN 1959 (SIEMPRE HAY UN MANGUI CERCA)
CLIP 4 – LOS MALETILLAS HACIENDOSE ILUSIONES
CLIP 5 – EL CONSEGUIDOR, QUIZÁS EL MÁS MANGANTE.
CLIP 6 – “TODO ES CUESTIÓN DE DINERO… SI NO, NO HAY NADA QUE HACER”
CLIP 7 – “POR 20.000, LO ARREGLO TODO…”
CLIP 8 – RECONOCIDO, HUIDO Y MUERTO
CLIP 9 – FRACASO SOBRE LA ARENA
Carteles y programas
Cómo localizar la
película
En RTVEplay: LOS
GOLFOS
En Filmin: LOS
GOLFOS
A través de eMule : LOS
GOLFOS
Lo menos que puede
decirse sobre LOS GOLFOS
Un buen director, hace buenas películas. Carlos Saura, entonces,
apuntaba maneras en 1960. Había realizado un cortometraje en 1957 (La
tarde del domingo) con el que diplomó en dirección y luego un
documental sobre la ciudad de Cuenca (1958) que resultó premiado
en el Festival de San Sebastián. Filmaría su primera película propiamente dicha
dos años después: Los golfos. Hasta ese momento había sido un
estudiante de ingeniería que optó por el arte, se había dedicado a la
fotografía y había terminado sus estudios en el Instituto de Investigaciones y
Experiencias Cinematográficas de Madrid. Aprendió el oficio y en esta película
demuestra que ya lo dominaba por completo. El resultado es una película áspera,
sorprendente, incluso tierna, desprovisto de las obsesiones freudianas que
luego caracterizarían la segunda fase de su cine, extraordinariamente fresca,
influida por el neo-realismo y, sobretodo, entretenida, con el valor añadido de
ser el testimonio de una época.
Estamos en 1960. El año anterior, la ley de inversiones
exteriores, ha facilitado la entrada de capitales, cuatro años antes, los
acuerdos con los EEUU garantizaban suministros tecnológicos y recursos de
defensa al régimen de Franco. Los tecnócratas del Opus Dei ofrecían, desde las
poltronas del poder, buena gestión del fenómeno que se iniciaba entonces: el
desarrollismo. Pero España arrastraba el fenómeno de la pobreza y de la
marginalidad desde el siglo de Oro. Cada época ha tenido su “corte de los
milagros” y ha conocido su “patio de Monipodio”. La generación de la postguerra
con más razón aún. Si en el barrio de Salamanca, las cosas siempre habían ido
razonablemente bien, e incluso podía contemplarse la década que se iniciaba
entonces como repleta de oportunidades y optimismo, en los arrabales de Madrid,
el chabolismo, la pobreza endémica, la inmigración interior con el desarraigo que
implicaba, el tránsito del campo a la gran ciudad, brusco y poco meditado (algo
que fue brillantemente analizado por Nieves Conde, en Surcos),
había generado “otro Madrid”: el que luchaba para sobrevivir como podía. En ese
caldo de cultivo, era inevitable que floreciera la delincuencia.
Se dirá que siempre ha ocurrido lo mismo: una lucha de clases, en
la que la parte más débil, se ve obligada a saltarse las normas de la moral y
de la ética para llevarse un pedazo de pan a la boca. En realidad, esta visión
demagógica no era exactamente así. Claro está que había gente que robaba,
descuideros, timadores, espadistas y demás especialidades de la delincuencia. Pero
-y aquí está la diferencia- la delincuencia estaba “contenida”. El delincuente
era “mal visto” por la sociedad. Sabía que, a toda infracción, correspondía un
castigo. Fue, a partir de la transición cuando empezó a imponerse la idea de
que el delincuente debía ser “reinsertado” en la sociedad, y que el castigo
ejemplarizante no lo redimía. A él no, pero si liberaba a la sociedad del peso
de la delincuencia: el miedo al castigo, desincentivaba la delincuencia. Cuando
la constitución, priorizó la reinserción, todo saltó por los aires. Apareció
otra delincuencia que ni tenía miedo al castigo (porque éste había descendido
de tono), ni le interesaba la “reinserción”. Esta tendencia se ha ido agravando
con el resultado que cabría esperar.
Pero, además de existir más delincuencia, está es mucho peor. Han
aparecido nuevas formas de delincuencia y, en la práctica, los delitos
vinculados a la droga se iniciaron durante la transición, las violaciones
diarias son hijas del nuevo milenio, la ciberdelincuencia es hoy la élite de
los mangutas, como en los años 80 fueron los atracadores de bancos y en los 90,
los grandes narcotraficantes. Cada época ha tenido su modelo de delincuencia,
pero éste siempre ha ido subiendo de tono, desde el final del franquismo. “Es
el precio de la libertad…”, nos dicen. Será eso. El caso es que los
delincuentes que nos muestra Saura en su película son de otra pasta. En primer
lugar, aparecen en su medio: un arrabal. En segundo lugar, no son
particularmente malvados, no tienen malos instintos, son “solidarios” entre sí.
Si tuvieran medios económicos y trabajo estable, no robarían. Pero no lo tienen,
ni siquiera tienen idea de lo que harán en el mañana y se aferran a una
esperanza: ayudar a uno de ellos que quiere ser torero (eran los tiempos en los
que un español, sureño y sin gran formación, solamente podía acceder a la
estabilidad económica dedicándose al toreo, de la misma forma que un negro del
gueto solamente puede acceder al máximo de consumo siendo una figura en la
NBA). Dan por sentado de que cuando el aspirante a torero, sea una estrella,
ellos constituirán su cuadrilla. Y seguirán siendo amigos. Está claro que todos
actúan no sin cierto egoísmo, lo que tratan de hacer es una “inversión” de
futuro.
¿En qué consiste? “Juan” (Óscar Cruz) es el aspirante a torero. De
momento, es solamente un cargador de frutas en el mercado de Legazpi que se va
entrenando como novillero en un descampado. Sus amigos están con él y le animan
a que lleve su sueño a la práctica. “Julián”, el amigo más enérgico, le
acompaña a visitar a un empresario taurino. Debutar en un ruedo cuesta dinero,
no es gratis. Y hay que pagar. “Juan” no tiene ese dinero y, para colmo, es el
único entre los amigos que trabaja. Así que “Julián” plantea reunir el dinero
como sea entre todos. Y la única forma es realizando pequeños robos. Luego,
todos disfrutarán del triunfo de “Juan”.
Pero las cosas se tuercen muy pronto. Realizan algunos robos y van
reuniendo, poco a poco, el dinero necesario para el debut de “Juan”. Un taxista
resulta herido y golpeado y unos días después reconoce a uno de los que le han
agredido, “Paco” (Ramón Rubio) y “El Chato” (Juanjo Losada). “Paco” logrará
huir, es hábil y conoce las alcantarillas. Pero algo pasa que su cuerpo aparece
en un desagüe, en el Manzanares. Esa misma tarde, “Juan”, debuta en la plaza de
Vista Alegre, pero su faena constituye un auténtico fracaso: se atasca en la
suerte de espadas. No logra matar al toro. La película se cierra entre abucheos
del público. No habrá ni vuelta al ruedo, ni orejas, ni rabo, ni mucho menos
salida en hombros por las calles de Madrid. Sólo decepción y dolor. Y, para
colmo, la policía esperando el final de la corrida para detener a todos los
amigos.
La película, rodada en blanco y negro tiene una fotografía
excelente que valió a su responsable, Julio Baena, el Premio San Jorge a la
mejor fotografía, en 1962. Salvo, Manuel Zarzo, la mayoría de los actores que
participaron no eran profesionales, a pesar de lo cual, la película no se
resiente en absoluto de es falta de experiencia. En su estreno, recibió buenas críticas
y tuvo su espaldarazo internacional en el Festival de Cannes de 1960, cuando
fue nominada a la Palma de Oro. Se la llevó Fellini con su Dolce Vita.
La Roma del lujo, de la fontana de Trevi y de las curvas de Anita Ekberg o las
dotes interpretativas de Mastroiani, el simbolismo felliniano, jugaban en otra
división.
El resultado de Los Golfos en Cannes y el
lanzamiento de la Nouvelle Vague en Francia, csi coetánea en el tiempo,
dieron que pensar a Saura. Todavía rodaría otra cinta convencional, de carácter
histórico, que siempre ha sostenido que fue un encargo, Llanto
por un bandido, pero aspiraba a que su cine fuera “más intelectual”
como el “free cinema” que en ese momento causaba sensación y con simbolismos
propios similares a los que la exuberante (e insana) imaginación de Fellini era
capaz de crear, para que luego otros se tomaran la molestia de interpretarlos.
De ahí salió la segunda fase en el cine de Saura.
Estamos en su primer largometraje. Saura fue el guionista, si bien
se vio apoyado por Mario Camus y Daniel Sueiro, más veteranos que él en estas
lides. El resultado fue un guion convincente. El presupuesto, obviamente, fue
limitado. Era la primera película que producía Films 59, propiedad de Pere
Portabella (la siguiente sería El Cochecito de Marco Ferreri y el
mismo año, 1960, Viridiana de Buñuel, para luego priorizar, sobre
todo, las producciones del propio Portabella, siempre “cine experimental”). Pero,
si los recursos eran limitados, el entusiasmo era mucho y el resultado final,
fue redondo.
La influencia neo-realista es clara; la de la Nouvelle Vague mucho
más discutible. Es significativo que la película se titule “Los golfos” y no un
apelativo mucho más fuerte: “los delincuentes”, “los ladrones”, “los mangantes”.
La palabra “golfo” es definida por la Real Academia como quien “no tiene
trabajo fijo, viste de manera desharrapada, es atrevido o descarado y
generalmente un granuja”. Aquí, lo esencial, es que los “golfos”, además de
eso, roban, lo que no entra en la definición de golfo. Y el que “roba” es, por
eso mismo, “un ladrón”. Saura, seguramente ya infectado por el catecismo progre
y por el marxismo de manual habitual entre el mundillo cultural de la época,
debió considerar que la pobreza lleva a la delincuencia y que, por eso mismo, le
exime de culpas. Los delincuentes, son víctimas y, a su vez, sus víctimas son “accidentes
laborales”. Este punto de vista se consolidaría en la constitución de 1978. Y
en eso estamos. La película, por tanto, no tiene moralina. De hecho, tampoco
tiene una frase humorística, un comentario irónico, ni siquiera esperanza para sus
desesperados protagonistas. Es una película triste, demoledora. Carente de ternura.
Y, contrariamente a lo que se ha dicho, también sin ninguna intencionalidad política.
Porque los menesterosos, no fueron los vencidos; en la España del franquismo
hubo menesterosos entre los vencedores (las recompensas más habituales fueron
un estanco, una plaza de bedel… y, lo más frecuentemente, ni eso) y entre los
apolíticos. En la España de la postguerra, la miseria que se venía arrastrando
históricamente, se sumó a las destrucciones propias del conflicto civil.
El propio Saura se encargó en sus producciones posteriores que de esta película no se hablara excesivamente. Su cine empieza con Peppermint frappé y lo que hizo antes fueron meros tanteos, aprendizaje del oficio y poco más. Y, sin embargo, esta película, además de ser entretenida, augura un fenómeno que estallará en la transición, el “cine quinqui”, esto es, el cine en el que los protagonistas son delincuentes, toxicómanos, es decir, tipos simpáticos y espontáneos, víctimas, por supuesto (especialmente de sí mismos) cuya primera muestra fue Perros Callejeros (1977) de José Antonio de la Loma y su secuela final que marcó el epitafio del género, Perras Callejeras (1985), del mismo director. Saura volvería a intentar este tipo de cine en 1981 con su película Deprisa, deprisa, una variación sobre el mismo tema.
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