UN VASO DE WHISKY (1958) – JULIO COLL – EL GIGOLÓ APARECE EN LA ESPAÑA DE FRANCO
Donde las dan las toman, podría ser el subtítulo de esta película
de Julio Coll, realizada bajo un guion de él mismo ayudado por Germán Huici.
Además de un mano a mano entre Rossana Podestà y Arturo Fernández, la película
tiene dramatismo, amores insatisfechos y/o simulados, intriga y valores
moralizadores, representados en la figura de George Rigaud que ejerce aquí como
probo funcionario de policía. Uno de los mejores trabajos de Julio Coll.
FICHA
TITULO: Un vaso de whisky
AÑO: 1958
DURACIÓN: 88 minutos
DIRECTOR: Julio Coll
GÉNERO: Intriga
ARGUMENTO: Un joven ejerce como
gigoló. Vive de las mujeres, ni trabaja, ni tiene intención de hacerlo; para él
solo cuenta el ocio desenfrenado, la diversión y el placer (y el dinero) que
pueda reportarle cualquier relación con mujeres. Hasta que conoce a una chica
de la Costa Brava que regenta un hotel. A partir de ahí todo cambiará para él y
no precisamente para bien.
ACTORES: Rossana Podestà, Arturo Fernández, Marta Flores, Carlos Larrañaga, Carlos Mendy, Armando Moreno, Milo Quesada, George Rigaud, Yelena Samarina, José María Cases
CLIPS
CLIP 1 – CRÉDITOS Y MENSAJE INICIAL
CLIP 2 – TRES AMERICANAS CON GANAS DE JUERGAS
CLIP 3 – EL BOXEADOR Y LA MUJER SEDUCIDA Y ABANDONADA
CLIP 4 – UN POLICIA QUE CASI ES UN ANGEL GUARDIA Y LA VOZ DE LA
CONCIENCIA
CLIP 5 – JUERGA EN LA PLAYA
CLIP 6 – UNA JUERGA QUE TERMINA MAL
CLIP 7 – ¿QUIÉN PAGA LA JUERGA…?
CLIP 8 – VOLVIENDO AL HOTEL, PAGANDO LA FACTURA Y SEDUCIENDO A LA PROPIETARIA
CLIP 9 – UN ACCIDENTE EN EL BARRIO CHINO. UNA MUJER HA MUERTO
CLIP 10 – AMOR A ORILLAS DEL MEDITERRÁNEO Y EN LAS RUINAS DE
AMPURIAS
CLIP 11 – PROYECTOS LOCOS Y JAZZ EN LA COSTA
CLIP 12 – UNA PALIZA DE LAS QUE NO SE OLVIDAN
CLIP 13 – MUERTE EN LA NOCHE
Carteles y programas
Cómo localizar la
película
A través de eMule: UN
VASO DE WHISKY (en formato AVI)
A través de eMule: UN
VASO DE WHISKY (en formato MKV)
Lo menos que puede
decirse sobre UN VASO DE WHISKY
Lo mejor del cine de Julio Coll es que sus películas encerraban
siempre un mensaje moralizador. Distraía, entretenía, intrigaba en unas
ocasiones y en otras suscitaba sonrisas o escalofríos, pero siempre, formaba.
Y, acaso, esa es una de las carencias más notables del cine español actual:
tiene una insufrible tendencia a “deformar” el carácter y a unidimensionalizar
cualquier mensaje a la corrección política y al progresismo.
Este elemento formador del carácter está presente en diversas
dosis en sus grandes películas, desde su primera, Distrito
Quinto, hasta su reflexión hilarante sobre el mundo de la noche en La
cuarta ventana, pasando por la crítica al capitalismo de Los
Cuervos o los elementos parapsicológicos que encierra Los
muertos no perdonan. Al comentar estas cintas, ya hemos dado cuenta
de su biografía cinematográfica y de sus orientaciones artísticas, así que no vamos
a insistir. Quizás quedaba por decir que, en todas sus cintas, los castings
están particularmente bien elaborados. No hay ningún actor que desentone, nadie
que no tenga una actuación adaptada al papel para el ha sido elegido. Llama la
atención, por ejemplo, que en Los Cuervos, los protagonistas sean
George Rigaud y Arturo Fernández que aquí en ésta, filmada cuatro años antes,
vuelven a repetir, sólo que en papeles completamente diversos: si en Los Cuervos,
Rigaud era un empresario sin escrúpulos con un problema acuciante de salud y
Arturo Fernández su secretario provisto de menos escrúpulos todavía, ahora, en Un
vaso de whysky, éste es un gigoló, bromista, guasón, desmadrado que
solo piensa en vivir de las mujeres, mientras que Rigaud es un policía que
trata, no solo de que se cumpla la ley, sino de enderezar la vida de las
personas por mucho que la ley no contemple esta tarea como su obligación. Dos
papeles completamente diferentes para dos actores excepcionales que salen
airosos del trance.
A estos se une otra característica propia del cine de Coll: tiene
tendencia a incorporar actores extranjeros que empiezan a destacar en sus
respectivos países. Si en Los Cuervos, es la mexicana Rosenda Monteros la que
aparece como frívola hija del director de la empresa, ahora es Rossana Podestà
la actriz invitada. Su belleza serena e inédita, su perfil de estatua clásica y
sus cualidades interpretativas la llevaron durante los años 50 y 60 a los
platós de Europa y América, trabajó junto a los mejores actores de la época y
los directores más afamados. Como otras actrices de entonces, cometió el error
de multiplicar su presencia en comedias eróticas italianas de bajo presupuesto
en los años 70 y de aparecer en el desplegable de Play-Boy. Así mismo,
vamos en el reparto de esta película a un juvenil Carlos Larrañaga en la que
sería una de sus primeras cintas. Coll había visto en él a un actor joven, versátil,
que podía pasar, tanto como un joven ingenuo y maleable, como un delincuente
peligroso o un estudiante aplicado. Los secundarios son no menos notables: el
uruguayo Carlos Mendy, un rostro que emana fuerza y potencia y que aquí aparece
como boxeador; Armando Moreno que siempre desconfía del gigoló; Milo Quesada, Yelena
Samarina, etc. En cuanto a la música, Coll procuraba que este aspecto quedara
siempre bien atado: si la banda sonora de Los Cuervos la compuso
Cristóbal Halffter, aquí recurrió a Xavier Montsalvatge.
La cinta se rodó en emplazamientos de la Costa Brava (nos parece
reconocer un viejo hotel situado en las inmediaciones de Cadaqués) y en parte
en Barcelona. El guion fue escrito por Coll, como en la otra película, al alimón
con Germán Huici. El resultado fue una película con un perfecto ritmo
narrativo, fotografía excelente, y en la que no falla nada. Parece claro que
los medios puestos a disposición del director son limitados, pero, en cualquier
caso, están bien aprovechados. Nada se ha dejado al azar. Todo encaja. No es
posible encontrar una escena que desentone, algo que resulta poco creíble, nada
que no tenga un sentido dentro de la película. Y lo mejor es que cuando aparece
el rótulo de “fin”, la película no se olvida con facilidad, ni ahora, ni mucho
menos cuando se estrenó en 1958.
El ”whisky” era una bebida poco conocida en la época. Alguien “snob”,
eso sí, debía necesariamente haberla probado alguna vez en su vida. España era,
entonces, la tierra del coñac y la manzanilla, del aperitivo y del carajillo.
Era frecuente que alguien alardeara de que lo había probado. La respuesta
inevitable que daba cuando se le preguntaba su opinión era “sabe a madera”. La Coca-Cola
estaba empezando a entrar en botellas pequeñas de vidrio. Todavía tardaría unos
años en entrar la Coca-Cola doble. Se bebía Orange-Chunch y Sinalco,
una bebida alemana creada durante el Tercer Reich y que sobrevivió a la
depuración a pesar de que se anunciaba en Signal, la revista de
propaganda alemana durante la guerra. Eran los tiempos en los que a la “hamburguesa”
se le llamaba todavía “filete a la Bismarck”. Era la España gris, de los 50 que
había dejado atrás las cartillas de racionamiento y las restricciones
eléctricas, el gasógeno y el estraperlo. Un país que miraba hacia adelante y
quería olvidar sus últimos doscientos años de historia: hacía falta que los
espectáculos contribuyeran a llevar al país “por el buen camino”. Julio Coll,
sin que nadie le diera la orden de ir por esa ruta, la tuvo siempre presente.
Por eso puede ser considerado uno de los directores que más y mejor sintonizaron
con las necesidades de la época.
El protagonista es un individuo que se ha habituado a vivir del
cuento, amparado en su físico, en su juventud y en su rostro marmóreo. Es,
naturalmente, Arturo Fernández. La trama se inicia cuando ha conocido a tres
americanas. Hacía dos años que se habían firmado los acuerdos entre Franco y
Eisenhower y “lo americano” estaba penetrando en España por las pistas de aterrizaje
de las bases de la USAF. Por ahí debieron llegar las tres turistas,
completamente alcoholizadas y en pleno desmadre celtibérico cuando se inicia la
cinta. El protagonista está con ellas, no habla nada de inglés, pero tampoco le
importa: sabe lo que quiere, que paguen ellas las copas y, de paso, cobrar por
sus “servicios turísticos”. Entonces no se utilizaba todavía la palabra “gigoló”,
pero Arturo Fernández en esta cinta ya ejercía de tal. Lo peor que le puede
ocurrir a una mujer es que se enamore de verdad de un tipo así. Lo pagará toda
su vida. Incapaz de ser fiel a alguien, sin ningún interés por el trabajo, el
estudio o por llevar una vida mesurada, será una maldición para todos los que
estén cerca suyo. De hecho, en esta película, la mujer que siempre ha estado
enamorada de él, termina suicidándose.
En su francachela con las tres norteamericanas, el protagonista
pedirá “ayuda” a otro compañero de juergas. Éste, Larrañaga, es, sin embargo,
más mesurado: ha aprovechado el tiempo estudiando medicina y acaba de terminar
la carrera; realiza prácticas en un hospital, pero, atraído por la posibilidad
de diversión acepta cambiar el turno con otro compañero e sumarse a la juerga.
Ésta terminará en la Costa Brava. Sin embargo, las tres norteamericanas, mujeres,
al parecer, con experiencia de la vida, no dejan que el protagonista se quede
con su dinero y pague las facturas generadas por la compra de botellas de
alcohol en un pequeño hotel situado frente a la costa. Todavía no es temporada
turística, pero están realizando tareas de limpieza para abrirlo en breve. La
factura final asciende a 8.000 pesetas de la época, en torno a los 3.000 euros
actuales… Las americanas se limitan a emborrachar a los dos pipiolos y
desaparecer. Cuando estos despiertan a la mañana siguiente, solos, sobre la
arena, con resaca y ante el hotel, se encuentran con la factura y con un amigo
de la propietario del local que les insta a pagar: no tienen dinero, aun así
dicen que les traerán la cantidad (que ninguno de los amigos y amigas está
dispuesta a pagar), toman una habitación, dan confianza a los propietarios del
hotel y… huyen por la ventana. Sin embargo, el gigoló ha quedado prendado por
la serena belleza de la propietaria que, para colmo, ha rechazado sus
insinuación: es la “fruta prohibida”, la que más desea un donjuán. El
protagonista volverá con el dinero, lo pagará, tratará de “acoplarse”, traerá
músicos y propondrá un cambio de orientación en el negocio. Y, claro está,
conseguirá doblegar la voluntad de la propietaria (“María”, la Podestà).
El boxeador (Carlos Mendy), por su parte, ama a “Laura”, la
antigua novia del protagonista. Tras el consiguiente desengaño ha caído en el
alcoholismo. Irá hundiéndose poco a poco en la sima, permanecerá ajena al culto
que le depara su amigo, el boxeador, y soñará con volver a ser la primadona del
gigoló. Todo inútil y que se saldará con fracasos y con el progresivo
desmoronamiento de la mujer hasta su muerte. El boxeador terminará dando una
paliza inolvidable al gigoló, mientras que la Podestà, al conocer el ambiente
en el que se mueve, y la muerte de la mujer, optará por abandonarlo. Todo esto
bajo la mirada comprensiva, los buenos consejos y las frases lapidarias del
inspector de policía, sin duda el personaje más estable de toda la cinta.
La moraleja es clara: si intentas vivir contemplando solo el
aprovecharte de otros, tu final no será precisamente edificante, tendrás lo que
mereces, soledad, dolor, violencia, fracaso, en una palabra. La última escena,
posterior a la paliza pertenece al mejor neorrealismo: Arturo Fernández tirado
en la calle, durante la noche, con la gente saliendo de los garitos sin
responder a sus llamadas de auxilio. Cuando la calle se vacía (la escena
transcurre en las inmediaciones del ayuntamiento de Barcelona), la propia Podestà
pasa a su lado imperturbable, sin hacer caso de su estado. Tras unos veinte
pasos, se da cuenta de la gravedad de la situación y da marcha atrás: ya no hay
caso, el gigoló ha muerto. Las fichas del dominó caen una tras otra: es la
moraleja. Si has dado una mala orientación a tu vida, terminará todo saliéndote
mal.
Con películas como esta, parece normal que quien le viera, tuviera una idea muy claro de la frontera entre el “buen comportamiento” y el “mal comportamiento” y lo que implicaba estar a uno u otro lado de la línea. ¿Una cinta moralista? Sí, claro, pero, en cualquier caso, constructiva. Y, sobre todo, bien realizada. Parece increíble que la obra de Julio Coll no sea hoy objeto de una revisión y se sitúe a este honesto y brillante artesano del cine, en la posición que le corresponde dentro de la historia del cine español.
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